jueves, 26 de mayo de 2016

EL ENVASE

Solo quedan unos pocos jóvenes arrastrando a otros y basura, mucha basura sobre las veredas y calles. Mario está bajando la persiana de su bar. Se escucha el sonido de algunos pocos autos que pasan a alta velocidad y que resuenan con más estridencia a esa hora en que todo vuelve a silenciarse y a aquietarse en esa zona atestada de locales nocturnos. Mientras le coloca el pesado candado a la puerta metálica, una anciana aparece como una sombra por detrás de su pesada figura, Mario escucha ese hilo de voz carrasposo dándole prematuramente los buenos días y se da media vuelta para observar a la longeva que con su cara invadida de marcas de la vida, los ojos fatigados y saltones, el cabello de color blanco, un vestido de cocina largo hasta los tobillos y una bolsa de mandados aferrada a su mano cubierta de venas grumosas lo observa paciente. Él secándose la transpiración de su frente le dice que casi lo mata del susto y la esquiva resoplando con fastidio. Ella entonces se disculpa y le explica que necesita comprarle una botella de alguna bebida alcohólica, que no tiene envase pero que le puede dejar una seña. Mario le dice que lo suyo es un bar y no una despensa, que debería esperar a que abra el local adecuado, la mujer le responde que a su edad la espera no es una opción y vuelve a escrutarlo con paciencia y un leve temblor en sus huesudos dedos. Él se dirige hacia su camioneta que está estacionada a unos metros, abre la puerta, sube, la pone en marcha, baja el vidrio y mirándola con desgano le revela que tuvo una pésima noche. Ella asimila la respuesta con una inquietante tranquilidad y le jura que le traerá el envase lo más pronto posible si le vende algo para tomar. Mario niega con la cabeza y arranca. Mientras la anciana se hace cada vez más pequeña en su espejo retrovisor, dice en voz alta “Vieja de mierda” luego abre la guantera, toma una petaca de tequila y empina con fastidio un largo sorbo antes de subir a la autopista rumbo a su casa. Una vez pasado el peaje de la desolada ruta comienza a sudar frío y a bañarse en salada transpiración, observa su petaca casi vacía y la arroja por la ventanilla. Lo desconcierta ese frío en un día que se avecinará indudablemente caluroso. Una súbita sensación de ansiedad lo envuelve, busca su atado de cigarrillos pero este se encuentra estrujado y vacío en el recoveco interior de su puerta, enciende la radio pero solo transmite estática. Los últimos estertores de la noche traen una repentina y fina lluvia. Las escobillas del limpiaparabrisas no funcionan. El asfalto se va volviendo cada vez más angosto y el motor comienza a rugir a medida que presiona cada vez más a fondo el acelerador. Busca un cd volviendo a abrir la guantera y los pocos que tiene caen al piso debajo del asiento del acompañante, intenta alcanzar uno que asoma de su caja, estira al límite su brazo pero no lo logra y al volver a incorporarse una silueta se interpone bruscamente en su trayecto. Traicionado por sus reflejos, volantea agresivamente perdiendo de esta manera el control del vehículo que muerde el cordón, pega contra el guardarais y comienza a dar tumbos, primero por el aire y luego por sobre la calle colectora. Se aferra al volante y abriendo bien grandes los ojos observa como todo parece destruirse en cámara lenta girando frente a su vista, la catástrofe es acompañada por el sonido del crujir de vidrios rotos, chapas aplastadas y fierros retorcidos. A los pocos segundos todo se detiene silenciosamente. La camioneta humeante quedó volcada de lado. Mario con esfuerzo apunta el mentón hacia la ventanilla destruida boqueando en busca de aire al tiempo que lo laceran unas puntadas en las costillas, siente un sabor dulzón de boca y puede ver los pastos altos quemarse y el combustible derramándose peligrosamente. A su costado y al igual que lo hiciese en la puerta de su local, la anciana lo mira fijamente. Tiene un envase vacío en su mano. El amanecer trae el sol y entonces la lluvia desaparece junto a todo lo demás.

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